Crecer sin arder.

Creía. Es la única diferencia que encuentra entre sus años más jóvenes y ahora, cambiando el verbo por la espera, siempre esperando y después de jurar mil veces que ya no iba a esperar, lo hizo de nuevo, de la misma forma, pero esta vez ya era diferente. Sabia que esperar era su acción favorita, porque se acompaña de esperanza, esa esperanza que antes acompañaba a la fatigosa credulidad. La credulidad infantil, la buena, la que sabe a que todo es cierto, la que tiene colores y matices que hacen ver las cosas asombrosas y que pueden ser verdaderas.

Quería crecer sin arder, crecer significa pensar y pensar más tiempo, dejar de ir con los brazos abiertos hacia el vació, pasa el tiempo y los años y se tienen cada vez más cabos amarrados a las ilusiones, soltarlos todos no es fácil, y al final nunca es así. Entraba cada vez más en una etapa de desilusión, de realidad, donde el amor se quedaba cada vez más en las paginas de novelas viejas y de personajes que a nadie asemejan. Cada día era más tortuoso que el anterior, aunque la calma regresaba más amplia y aclaraba las ideas.

Tenía claro que ya no quería correr, que entre tantas veces de hacer lo mismo, el problema no eran los demás, el problema estaba adentro. Tan adentro que exhumarlo fue una tarea desgarradora, rompiendo tejidos y ataduras que se habían encajado muy profundo. Eran muchas decepciones, de verse inútil ante lo que no quiere controlar, porque había alguna razón para pensar que los demás estaban metidos en sus pensamientos y sabían exactamente lo que quería, lo que sentía, lo que pensaba. No era así, ni lo sería después.
Ya no pertenecía a este lugar y había que buscar una brisa acojedora, humeda y calida que tuviera un horizonte infinito y azul, en el litoral donde las ideas se calman con la marea brava e incesante.