Constuyendo castillos.

 Nos batimos y revolcamos en la arena. El sol estaba puesto arriba detrás de unas nubes tan grises que parecía caería un diluvio en plena playa pero no fue así hasta el anochecer. El calor descansando en nuestros hombros, una sensación cálida y agradable.

Como niñas pequeñas en su primera visita a la playa, rascando con las manos en la arena, amontonándola en bultos irregulares alrededor de la construcción, mientras una más conseguía piedras bonitas, conchitas y algunas hojitas que adornaran la construcción. Una enorme muralla que contuviera el paso arremetedor de las olas y que detuviera la espuma, con algunas baritas descubrimos que era más resistente al paso del agua aunque aún así en algunas ocasiones parecía que el mar trabajaba en contra nuestra y nos burlaba cuando arrastraba fuertemente nuestra obra. No importaba comenzábamos otra vez.

Esos momentos tan sencillos y graciosos son los que me vuelvo a imaginar cuando pienso en la playa. La arena pálida y las olas tan azules con su contorno blanco y espumoso, mientras nosotras con más montones de arena construimos el castillo de nuestras vacaciones, tan pequeño y tan rustico, ahí en medio de la playa, asilado y lleno de piedritas, agujeros alrededor evidenciando el lugar donde enterramos los pies. La parte más divertida cuando llego la destrucción masiva del gigante que acabo con todo y después otra vez el mar haciendonos saber que él es el dueño de la arena. Después tiradas más arriba de la playa cerca de las palmeras descansando, mientras el sol se veía como media naranja atrás del mar, escondiéndose y desplegando largas sombras, nos vamos porque empieza a lloviznar con todo el cuerpo impregnado de arena y el ánimo despierto para pasar una el resto de la noche bailando en la playa.